En estas tardes previas al invierno que se aproxima, apunto de alcanzar la máxima oscuridad nocturna, continúo con mis paseos por las calles de esta ciudad de fábula, la ciudad de los prodigios.
He caminado por una gran avenida y me he quedado parado en una esquina, en una encrucijada de calles, allí se produjo algo extraordinario.
Era transparente. Los transeúntes ya fueran humanos, androides o alienígenas no eran capaces de diferenciarme con el fondo. Mas bien mi gorra de pana, mi rebeca de lana, mis pantalones azules, se convirtieron en las losas del suelo, en la pintura de la fachada, en parte del cristal de un decorado escaparate. Me volví camaleónico. Desde esta privilegiada perspectiva, aislado de todo ruido exterior por medio de mi reproductor de mp3. Me dediqué a observar, a recrearme con cada mirada, cada gesto, cada postura, cada indumentaria
por unos minutos parecía un antropólogo intentando analizar a la masa, con la exclusiva intención de saber donde me hallaba yo. Necesitaba saber si pertenecía a ellos o simplemente soy un victima de un valor estadístico, un eslabón débil.
En un instante, todos se detuvieron, las hojas de los árboles dejaron de mecerse con la brisa nocturna, los semáforos quedaron en rojo, una señora a medio subir a un autobús y un taxista asomando el puño enfurecido por la ventanilla. A mi no me afectó el letargo. O tal vez, me movía tan rápido que aparentemente el mundo se había detenido.
Un fugaz destello llamó mi atención, allí estaba otra vez, Inmica, el hada de las palabras. Fuimos a un café y allí pasamos la tarde, mientras el mundo continuó con su singular revolución.
fin de la transmisión diaria.