Dejé la nave atracada en lo que parecía un parque en medio de la urbe. Esta se encontraba iluminada por una galaxia de luces de todo tipo. No había ni una superficie sin iluminar, no existían las sombras. ¿Os podéis imaginar andar sin sombra? El poder encantador de la megalópolis, casi hipnotizante me hacía avanzar por sus cases mirando en todas direcciones: arriba, abajo, izquierda, derecha, atrás
hasta miré en mi interior.
Miré lo que hace unos meses tengo terror a observar
sentado en lo alto de un mirador, donde se podía contemplar gran parte de la maravilla construida, como brillantes alfileres que perforan el cielo, edificios imposibles, ingrávidos en concepción. Allí, sentado en una arista, dejando colgadas mis piernas
me quité por un momento los botones que me dieron en su día los dos duendes de arena.
Tuve el valor de mirar el interior de mi pecho, ver la herida que hicieron las Grayas, ese hueco insondable, ese abismo marino y lúgubre esa nada era mía. Mi nada.
Y nada no puede ser nada, ya de por si es algo, es nada.
Con extremo cuidado, cerré los dos pliegues de carne, una llaga que nunca cicatriza,
con los dos botones mágicos. Miré hacia delante pero sin mover la cabeza, fue cuando esbocé una sonrisa sin pensarlo. Salí espontánea, tímida en un principio, como el despertar de una flor en la incipiente madrugada
después se convirtió en carcajada.
Estaba en la ciudad de los prodigios, no sabía como había llegado hasta allí.
Pero sin duda, lo importante era que debía disfrutar los días en que la ciudad se me deja ver y me permite transitar por sus calles, enseñándome sus maravillas.
fin de la transmisión diaria.
todos tenemos un hueco y una nada dentro de nuestro pecho. por desgracia casi nunca nos damos cuenta hasta que ese hueco se hace demasiado grande.
Posted by: marta de esparta on 6 de Diciembre 2006 a las 04:25 AM